16 de mayo de 2013

EL CONSENSO DE LIMA

La reacción limeña ante la noticia de que el gobierno evaluaba la posibilidad de comprar Repsol fue impresionante. No solo generó oposición sino histeria. Una multitud de políticos y opinólogos salió a decirnos que Ollanta Humala –contra toda lógica– se había vuelto chavista. Insistieron en que Humala (¡por fin!) se había quitado el disfraz, y que iba a abandonar el camino moderado por el estatismo y una probable dictadura. Alan García habló de una “maniobra chavista”. El presidente de CONFIEP pronosticó el “comienzo de la transformación del Perú con un estado avasallador, prepotente, autoritario, como en Cuba”. Hasta algunos columnistas que mantuvieron la calma durante la histeria de 2011 la perdieron en el caso Repsol, preguntándose qué pasaría si “Ollanta Humala decida ser, realmente, Ollanta Humala” y especulando sobre la posibilidad de un autogolpe. 

La rabieta colectiva funcionó. La propuesta de Humala quedó enterrada. Como escribió Francisco Durand, “Hace tiempo que no veía una demostración de fuerza tan brutal”.

¿De dónde surgen estas rabietas colectivas? No creo que sean orquestadas por los medios o algunos empresarios. Son bastante espontáneas. Pueden ser iniciadas por un puñado de empresarios y periodistas, pero tienen eco en una gran parte de la sociedad limeña. 

El Consenso de Washington perdió fuerza en América Latina en los años 2000, pero persiste un Consenso de Lima –y es más fuerte que nunca–. Una gran parte de la élite limeña adhiere –y fervorosamente– a un modelo económico ultraliberal. Existe un nivel de fundamentalismo neoliberal que no se ve en otras partes. Hasta en las economías más liberales de la región (Chile, Colombia, Costa Rica, Uruguay) se debaten medidas de intervención estatal (promoción industrial, regulación de capitales extranjeros, políticas redistributivas) que son una herejía en Lima. Esta alergia a la intervención estatal no se limita a la derecha: se extiende al centro y hasta al centro-izquierda (¡la mayoría de los columnistas de La República se opusieron a la compra de Repsol!). Y no se limita a la élite: el Consenso de Lima abarca casi toda la clase media limeña y una parte significativa de los sectores populares. Como escribe Carlos Meléndez, la amplitud del consenso probablemente se debe a la profunda crisis del estado (y del estatismo) de los 1980 –y la extraordinaria resurrección económica (bajo el modelo liberal) de los 2000.

El Consenso de Lima es potente. Ejerce casi un poder de veto sobre la política económica. Desde la caída de Fujimori, ningún gobierno ha desafiado al Consenso de Lima o intentado gobernar contra ello. Alan García se olvidó por completo de su pasado social demócrata y abrazó la ortodoxia conservadora con fervor. Nada de Lula o Bachelet: gobernó con las políticas económicas de Pinochet. Humala, derrotado por el Consenso de Lima en 2006 y muy golpeado por ello en la primera vuelta de 2011, se adaptó también. Cuando quiso formar un gabinete de centro o centro-izquierda (mayoritariamente ex toledista), chocó con el Consenso de Lima y terminó optando por un gabinete compuesto por gente que había votado por Keiko. Durante dos años, cada indicio de un paso heterodoxo ha provocado una reacción histérica de parte de la élite política, económica, y mediática. Como escribe Carlos Meléndez, Humala ha quedado “atrapado por el piloto automático instalado en la década de 1990…Existen tantos poderes de veto pro sistema, que cualquier desvío gubernamental es rectificado, con roche público o sin él.”

Para la derecha económica, el Consenso de Lima es el “garante” más efectivo de la continuidad –más efectivo que la Constitución de 1993, los poderes legislativos y judiciales, y Vargas Llosa–. Pero tiene costos también, sobre todo en términos de la representación democrática. El Consenso de Lima no representa una mayoría del electorado peruano. De hecho, en las últimas tres elecciones, los candidatos que mejor representaban el Consenso de Lima (Flores en 2001 y 2006 y PPK en 2011) ni siquiera llegaron a la segunda vuelta. Los que ganaron –Toledo, García, y Humala– lo hicieron con un programa de centro o centro-izquierda que prometía un cambio moderado. Sin embargo, por no chocar con el Consenso de Lima, los tres giraron a la derecha, optando por más continuidad y menos cambio. 

¿Está mal eso? En términos democráticos, sí. Los que critican a Humala por “traicionar” su programa cuando habla de un “equilibrio” entre el estado y el mercado confunden (o quieren confundir) el programa de Humala con el programa de PPK. El centro liberal fue una pieza clave en la coalición humalista en la segunda vuelta, pero no fue la única. Más grande fue el sector que estuvo con Humala desde la primera vuelta: los casi cinco millones de peruanos que votaron por la Gran Transformación. Como presidente, Humala ha buscado el equilibrio entre los dos socios de su coalición. Pero a veces el Consenso de Lima no lo permite. Muchas veces, cuando Humala hace un esfuerzo para representar su base original, genera una rabieta colectiva en Lima y el gobierno retrocede. Los liberales económicos festejan, ¿pero qué nos queda de la representación democrática?

No existe un Consenso de Perú. Fuera de Lima, hay más escepticismo sobre el modelo económico. El electorado es menos liberal y más estatista. ¿Qué pasará si el Consenso de Lima se impone demasiado –si, como un niño malcriado, la élite limeña no está dispuesta a ceder en nada, y sigue exigiendo que Humala se adhiera al programa de PPK–? Si crece la percepción de que una minoría limeña está minando la voluntad popular expresada en las urnas (ganó Humala, no PPK), ¿podría surgir un “Consenso anti-Lima” en el interior? 

Nota aparte: El caso Repsol también demuestra la fragilidad de la Coalición Paniagüista. Cuando se trata de tocar el modelo económico, la Coalición Paniagüista se deshace como un merengue limeño en la boca (y el único paniagüista que queda es un solitario politólogo de Harvard). Como han señalado varios de mis críticos, la Coalición Paniagüista es hija del Consenso de Lima. Depende de ello. Solo funciona mientras no se toca el modelo.

Por: Steven Levitsky

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