12 de octubre de 2012

LAS MONARQUÍAS

En primer lugar hablaremos de las monarquías feudales. Es menester recordar que el feudalismo fue un sistema político, económico y social que se basó en la posesión de la tierra (del feudo); no existía aún la noción de Estado tal como la conocemos, por lo tanto el poder estuvo descentralizado en los señores feudales, quienes eran los poseedores de las tierras y eran servidos por los vasallos, estableciéndose una relación directa entre señor feudal y vasallo. La titularidad del poder la tenía Dios (producto del proceso de educación que estaba en manos de la iglesia católica), la misma que era “otorgada” a los reyes por el Papa; pero los reyes no eran más que figuras decorativas sin ningún poder absoluto. Quién realmente ejercía el poder era el señor feudal. Recordemos que incluso, si un rey deseaba decretar una ley era necesaria la consulta a la población como un acto de aprobación. “La ley se hacía con conocimiento del pueblo y mediante la declaración del rey” (Fayt 1966: 44). En ese sentido el monarca se hallaba muy por debajo de la autoridad papal y feudal. La monarquía feudal no fue dominante ni despótica ni absoluta, por el contrario fue muy débil y descentralizada porque no pudo concentrar los elementos básicos del poder político: la formación de un ejército leal al Estado (ya que los monarcas feudales no podían correr el riesgo de armar a sus propios súbditos, ya que el peligro era muy grande), un sistema de recaudación de impuestos (ya que en el feudalismo las relaciones señor feudal-vasallos eran directas y personales, por lo que se podían abstener de pagar tributos si así lo deseaban) y porque no tuvo un aparato administrativo (burocracia) para poder mantener el orden social, “elementos que hacen posible las operaciones esenciales del poder, es decir, la acción, la decisión y la sanción” (Fayt 1966: 46). 

Ahora bien, el desarrollo de la monarquía absoluta se debió a que los señores feudales empezaron a perder a sus vasallos, producto de las constantes guerras que se sucedieron en el siglo XIV, como consecuencia de ello dejó de existir la relación descentralizada y personal y surge una relación mucho más coercitiva hacia una autoridad hasta esos momentos prácticamente desconocida: el monarca absolutista, quien, heredero de la “concepción divina del poder”, es el encargada de unificar a los diversos feudos que van quedando a su merced[1]: “la propiedad de la tierra tendió a hacerse menos condicional, al tiempo que la soberanía se hacía más absoluta” (Perry 1982: 14). Los instrumentos básicos del poder político se van haciendo más fuertes y se consolidan como elementos básicos del Estado absolutista: en primer lugar la formación de ejércitos nacionales leales (no los grupos mercenarios del feudalismo), la recolección de impuestos cuyo fin sería el mantenimiento de las campañas militares (ya que las guerras fueron fundamentales para la formación de los modernos Estados europeos, incluso Nicolás Maquiavelo recomendaba al príncipe conocer el arte de la guerra (Maquiavelo 2008)) y la creación de un aparato burocrático encargado de las funciones de la administración de justicia basada en el derecho clásico romano y de las funciones económicas como el comercio, lo que posteriormente dio impulso al mercantilismo y la aparición de la burguesía en el escenario político. 

De todas formas, tanto la monarquía feudal como la monarquía absolutista no hacen más que perpetuar la dominación política de una clase sobre otra, bajo la creencia de que, según Theimer, la clase baja (pueblo) es incapaz de gobernarse a sí mismo: “El pueblo no tiene cómo adoptar una decisión sensata” (Theimer 1960: 109). De esta manera se evidencia una vez más que el Estado no es imparcial, ni autónomo ya que siempre ha servido a los intereses de las clases dominantes. 


[1] Debemos tener en cuenta que muchos feudos quedaban desprotegidos de su señor feudal, ya que estos tenían entre sus actividades la guerra, y también participaron de varios enfrentamientos armados, muchos de ellos no regresan con vida, dejando sus feudos expuestos a invasiones, a sus vasallos con la libertad de irse o aceptar un nuevo señor y con un campesinado cada vez más explotado en su trabajo.

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