3 de septiembre de 2012

AFRONTAR EL PROBLEMA DEL MAGISTERIO


La educación escolar en nuestro país adolece de muy graves deficiencias desde hace décadas. En realidad, lo más justo sería decir que es deficiente desde siempre, pues si alguien recuerda épocas en que la escuela peruana cumplía mejor sus funciones, posiblemente no tiene en cuenta el contexto de vasta exclusión social en el que ello ocurría. Era relativamente más viable ofrecer una educación escolar aceptable cuando ella se dirigía únicamente a una fracción minoritaria de peruanos. Con el sistema educativo ha ocurrido lo mismo que con varias otras instituciones del país: no supo acatar el mandato de inclusión y, por tanto, de universalidad del servicio, preservando al mismo tiempo un nivel adecuado de calidad. La universalidad se tradujo en masificación y a partir de ahí se propuso a la población un pacto deshonroso para nuestro Estado: educación de calidad para quienes puedan pagar por ella y un simulacro de educación para la enorme mayoría que precisa del servicio público.

Corregir esa situación demanda, como es obvio, un esfuerzo descomunal y, sobre todo, sostenido. Se precisa abandonar iniciativas erráticas y esporádicas. Y se precisa, también, mirar de frente a la integridad del problema en lugar de complacerse en golpes de efecto apenas útiles para la refriega política, no para la transformación necesaria.

La actual ministra, Patricia Salas, y su equipo ministerial representan una oportunidad para cambiar en algún sentido relevante el estado de cosas en el sector de educación. En un gobierno que ofreció cambios, pero que muy pronto se olvidó de esa oferta, la gestión del Ministerio de Educación es una de las pocas opciones de transformación todavía vigentes. Por ello, impresiona, aunque no sorprende del todo, la campaña de desprestigio y de demolición política que repetidamente dirigen contra ella los sectores más conservadores y más renuentes a una transformación inclusiva en el país.

Hace algunos meses, se empleó como pretexto para desacreditar a la gestión ministerial los contenidos de textos escolares en relación con el tema de la violencia armada. Hoy se recurre a la deformación y tergiversación de una importante iniciativa como es la de reformar las normas relativas a la carrera pública magisterial no solo para mejorar los términos en que esta se hallaba planteada sino también para proponer vías de solución más abarcadoras a la cuestión del magisterio en el país.

El problema de nuestra educación escolar tiene muchas facetas y la del magisterio es una de ellas. No es la única, pero sí es una de las más importantes, y ello puede entenderse de dos modos distintos: para algunos, los más ciegos y obtusos, parece significar que hay que declarar al maestro y a sus gremios como un enemigo por derrotar y avasallar. Para otros, que comprenden la situación en sus verdaderos términos, significa que no se puede transformar verdaderamente la educación escolar tomando al docente como enemigo o como pieza pasiva o fungible en el proceso. Se trata, por ello, de buscar la forma creativa, dialogante, basada en principios, de ganar al magisterio hacia la causa de la reforma, que es de los niños y niñas del país.

No cabe desconocer dos de las grandes dificultades que hoy se hallan en el sector magisterial para avanzar en una mejor dirección. Una es estructural e histórica y se refiere a las insuficientes competencias de los docentes y al desprestigio de un papel que debiera estar entre los más valorados socialmente. La otra es el tipo de politización de tonos radicales que ha conquistado protagonismo desde hace décadas en el gremio. Hoy eso se expresa, de la forma más crítica, en el crecimiento de una facción afín a Sendero Luminoso.

Pero no todo el Sutep ni su dirigencia están en esa lógica; más bien, hay ahí elementos que pueden ayudar a atajar las inaceptables pretensiones del senderismo. Satanizar todo contacto y diálogo con esa dirigencia es una ceguera penosa o un cinismo descomunal. Es, sobre todo, la expresión de una tendencia conservadora intransigente que parece abocada a destruir o bloquear todo esfuerzo serio de cambio en nuestra sociedad.

Tratar de modo adecuado el problema requiere revalorar la condición del docente. Para eso se necesita sapiencia, compromiso y paciencia, no el oportunismo que exhiben los detractores de los cambios propuestos.

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